Boca arriba mirando el cielo.
Miro con desesperación hacia arriba, es lo
único que puedo hacer, mirar hacia arriba, al cielo. Por un costado aparece cada tanto, supongo empujada por el viento, una rama al parecer de un sauce
llorón. Ironía, pienso, parece una ironía que esté tirado así. Intento recordar
por qué caí, porque si estoy tirado boca arriba, caí, pero no viene nada, solo
una sensación de estar moviéndome entre árboles de intenso verde, pasto, sentir
el viento chocar mi cara, frío, y mover mi pelo. Sí, tengo pelo lacio y me
gusta cuando el viento lo mueve creando ondas. Estoy cerca de… tengo el
recuerdo de una casa, grande, con galerías, un señor con bigotes desprolijos como un
escobillón que ríe y dos más con boinas negras y cara gacha que acompañan sus
bromas, parecen compinches, pero el viejo parece que manda. Una olla, una abuela de sonrisas intermitentes y ceno fruncido
revolviendo. Familiar, es tan familiar.
¿Por qué no grité? No probé. Grito y vuelvo a
gritar, habré quedado paralítico, aún no puedo moverme. Grito y siento pasos
cerca, debe ser uno de los peones pienso, y una cabeza aparece por un lado del
campo visual de los ojos, el terror se apresó de mi mente y paralizó lo poco
que me quedaba de movilidad, mis pensamientos. Un animal que parecía un puma se
acercó a mirarme mostrando los dientes, su hocico fruncido, podía sentir su
aliento, su denso olor a animal, a perro. Su nariz negra investigó mis pómulos,
mi boca, mi nariz y después lo sentí recorrer mi cuerpo desválido, mordió mi
bota, porque uso botas, ahora lo recuerdo. Junté fuerzas y grité, sentí los
tirones que pararon, grité nuevamente y pedí ayuda, sentí un gruñido de
desagrado, seguí gritando no sé por cuanto tiempo hasta que apareció una cara
frente a mis ojos, estás bien preguntaba, era una mujer, mi prima, estás bien,
el puma decía yo, caí, el caballo, la rama; de pronto los recuerdos volvieron a
recobrarse en mi mente. Dos lágrimas cayeron en mi oreja, mi prima lloraba.
¿Cuándo podré moverme? Me preguntaba, ¿Cómo estoy?, le decía. Llegaron dos
hombres, los peones y el abuelo de bigotes grandes diciendo que no me preocupe.
Arrastraron mi cuerpo a un camastro y la poca conciencia que aún me quedaba.
El doctor López le hablaba al abuelo, tuvo
suerte, decía, lo podría haber despedazado. Donofrio lo corrió el otro día,
hasta le puso una trampa pero usted sabe, decía, la naturaleza es naturaleza,
la invadimos y ella nos invade, se cobra el terreno que le sacamos. Yo los
escuchaba. De a poco había recobrado la movilidad, estaba débil, bastante
desanimado. La columna, decía el doctor López, podría haberse quebrado,
recuerde no confiarse la próxima vez que ande a caballo, los chicos de ciudad
no son para andar en el campo. Vuélvase para Buenos Aires, deje el campo para
comer un asado de vez en cuando. Miré por la ventana y lo que me parecía lindo
y familiar ahora se me presentaba extraño y frío, una insurta imagen poblada
por pastos secos y matas raleadas en distinto orden sobre la pampa, la aridez
de la imagen me dio un ahogo.
El doctor López levantó sus instrumentos,
médico de pueblo que se las sabe y conoce las limitaciones de la medicina en
estos lugares, levantaba las cejas y decía el consabido qué se le va a hacer,
las cosas son así por acá, las aceptamos porque nacimos y crecimos acá, usted,
señorito, tiene opciones, yo moriría al segundo día en la ciudad, no la
conozco, ni sus reglas. Usted hace ya una semana está por estos lares.
Carlos Ariel Genco, 12- 05-2014